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Categoría: FE

Religión y paparruchas

Enviado por Ismael Martínez
Juan Manuel de Prada, escritor
Suplemento "El Semanal", n. 990, del 15 al 21 de octubre de 2006



La aceleración de la Historia ha engendrado, entre otras perplejidades o resacas, cierta sensación de que Dios ya no es necesario. El hombre ha escrutado el universo con telescopios que alcanzan distancias inaccesibles al mismísimo ojo triangular de Yavé. El hombre ha creado tecnologías que lo hacen omnímodo y caprichosamente tiránico. El hombre ha llegado, incluso, a descifrar el álgebra genética que, en breve, le permitirá acceder a un espejismo de inmortalidad. Diríase que el hombre contemporáneo se hubiese esforzado por abolir de su vida a ese Ser Omnipotente que rige la Historia, para convertirse en monarca absoluto de su propia vida. Pero, simultáneamente, estamos asistiendo a un poderoso resurgimiento del esoterismo y la parafísica; el hombre, que creía haber encontrado una solución a los enigmas milenarios que lo hacían sentirse huérfano en su travesía por la tierra, ha empezado a inventarse otros enigmas más pueriles o tontorrones que le permitan mantener su estado de orfandad. La Fe de nuestros mayores ha sido suplantada por un conglomerado de supersticiones que se mueven entre el esperpento y la trivialidad.

Esta suplantación perfectamente mentecata ha dejado su huella en la literatura y el cine. Cada vez resulta más infrecuente tropezarse con películas o novelas de asunto religioso, pues se supone que este tipo de zozobras e inquietudes han dejado de agitar las conciencias contemporáneas; en cambio, el aluvión de películas y novelas dedicadas a las mamarrachas gnósticas y esotéricas, a los fenómenos paranormales, a la morralla templaria, a las abducciones extraterrestres y demás paparruchas seudorreligiosas propende al infinito.

Paradójicamente se produce el fenómeno de que muchas de estas novelas y películas introducen una imaginería religiosa devaluada, una especie de mistificación kitsch de elementos litúrgicos o meramente ornamentales (donde cabe desde la empanada mental budista hasta el potaje pseudocatólico) que, sin embargo, no alcanzan el rango de blasfemos. La blasfemia, en arte, requiere algo más que un mero afán provocador, algo más que una mera tendencia a trivializar los misterios sobre los que se asientan los dogmas religiosos. No blasfema quien quiere, sino quien puede.

Parece claro que el hombre es un animal religioso, no puede vivir sin asomarse al misterio. Pero, en lugar de cultivar el misterio supremo de Dios, la credulidad contemporánea ha cultivado una serie de misterios subalternos, misterios de pacotilla aderezados de supersticiones, sobre los que el cine y la literatura más casposos han volcado sus argumentos. ¿Alguien se ha molestado en inventariar las novelas y películas recientes que nos proponen versiones rocambolescas o directamente chuscas sobre una supuesta estirpe divina inaugurada por el mismísimo Jesús de Nazaret? ¿Y qué decir del impetuoso auge de las películas de fantasmas?

Tanto las muestras más decorosas del subgénero como los engendros más derivativos comparten una común premisa: hasta hace poco, cualquier película de fantasmas incorporaba a su resolución formal una serie de características (gnosticismo, atmósferas brumosas, etc.) que la convertían, desde su primer fotograma, en un artefacto que preconizaba la irrealidad y la fantasmagoría; hoy, en cambio, esas películas se revisten con los ropajes de un naturalismo cotidiano, porque el espectador ha aceptado la existencia de espectros.

Hay cachondos que no creen en la inmortalidad del alma o en la Santísima Trinidad, pero en cambio profesan una fe obstinada y a machamartillo en los espíritus sonámbulos. Si reparamos en las películas protagonizadas por ángeles, apreciaremos otro cambio significativo: mientras los ángeles del cine clásico (pensemos en películas como ¡Qué bello es vivir!) viajaban a la tierra para ejecutar una misión divina, los ángeles del cine actual descienden hasta nosotros con la mera intención de vivir pasiones humanas. Poco a poco, se está imponiendo una mistificación entre lo cotidiano y lo sobrenatural, cuya frontera hasta hace bien poco estaba bien definida, aunque admitiese excepcionales interferencias.

Esta confusión de ámbitos viene a corroborar cierto estado de incuria intelectual que ya nada tiene que ver con el analfabetismo de otras épocas, sino más bien con la proliferación de supersticiones que, de inmediato, obtienen un estatuto de reconocimiento universal. Al haber renegado de Dios, los resabios religiosos del hombre contemporáneo se han desbordado en un maremágnum de creencias hechas a la medida de cada uno, trufadas de temores apocalípticos, devociones de pacotilla y aproximaciones cursis o sonrojantes a las regiones de ultratumba, que cada vez se parecen más a una urbanización para pequeños burgueses. ¿No será que estamos asistiendo a la decadencia de Occidente?

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