La sorpresa diaria


Mariano Castagneto



Aunque no parezca, la rutina de todos los días está plagada de regalos, llena de gestos imperceptibles para los ojos del hombre común, atraído por las superficialidades y enajenado de los momentos de reflexión. El día a día se suele presentar como una tormenta de obsequios que no moja ni salpica a aquellos que prefieren mirar al suelo y conformarse con su mezquina realidad. Para descubrir hace falta detenerse al menos un momento y tener tiempo para agradecer. Allí comenzará el itinerario de nuestra felicidad.

El regalo de la oración de los seres queridos, esos que rezan al amparo de una luz solitaria en el rincón de una Iglesia mientras nosotros trabajamos. El regalo de una sonrisa de padre, al llegar a su hogar extenuado por el día agobiante de trabajo y de pesadas cargas, pero que siempre tiene a mano un gesto conciliador y que apaga cualquier intento de amargura en quien lo recibe. El regalo de la madre entregada por los suyos, que no escatima esfuerzos ni recursos para reconfortar oportunamente a los suyos.

El regalo del asiento cedido en un medio de transporte al ocasional necesitado del reposo; el regalo del comentario omitido ante una ofensa llena de sin sentido; el silencio ante la acusación injusta y la plegaria escondida por el pobre calumniador; el regalo del perdón ante cosas que parecen imperdonables; el regalo de la paciencia de quien nos quiere ante un nuevo repertorio de nuestros defectos más dominantes, que abrumarían con facilidad a cualquiera que se dejara llevar por el egoísmo de pensar en su perfectibilidad y se considerase extranjero en el mundo de las falencias humanas.

Regalar es un arte, pero dejarse regalar también lo es. Es admitir la necesidad de ayuda, de consuelo, de perdón; hacerse cargo de la realidad personal y concebir que está siempre incompleta si nos falta quien nos quiera. Dice el genial escritor francés André Maurois: “Si regalar es un arte, recibir es otro, no menos difícil. Quien, cuando recibe un regalo bien elegido, es incapaz de imaginar las prolongadas reflexiones y las pacientes gestiones de quien hace el regalo, no sabrá agradecerlo como merece” . Y la cita vale tanto para los regalos materiales como para los que son para el alma.

Regalar es un arte. El arte de desprenderse del asfixiante clima de egoísmo que suele ser el camino preferido que toma una y otra vez nuestro aburrido pensamiento. Regalar es despojarse de criterios propios frente a lo intrascendente y otorgar credibilidad ante lo que es muy válido aunque nos parezca diferente y reprobable. Y regalarse a uno mismo la el hábito de saber perdonarnos, de darnos otro oportunidad una y otra vez.

A veces, el regalo es doblemente excitante por lo inesperado. No esperemos a que el homenajeado cumpla años para decirle que le queremos, que lo llevamos en el corazón, que pensamos en él, que no concebimos la vida sin su ayuda y que es lo más valioso que tenemos a nuestro lado. No esperemos a que los seres queridos descansen para siempre y recién entonces decir todo lo que por falso pudor o cobardía no les quisimos decir. Regalemos ahora, sin escatimar esfuerzos, sin ahorrar gestos de amor, de comprensión. Regalemos generosamente, sin intenciones efectistas, sin esperar el agradecimiento. Habremos hecho, sin saberlo, mucho bien.