¿Qué les pasa a los jóvenes de hoy?
Jaime Nubiola, en la Gaceta de los Negocios 10 de junio de 2006
Desde hace unos años, al compás de la progresiva reforma de la educación universitaria que en el mundo académico identificamos genéricamente con el nombre de "Bolonia", vengo haciendo que mis estudiantes escriban ensayos filosóficos a lo largo del curso sobre los autores estudiados —Peirce, Wittgenstein, Austin, Quine, etc.— o incluso a veces sobre temas que les interpelen personalmente. La lectura detenida de estos textos es para mí una fuente continua de aprendizaje. Hace unas pocas semanas una valiosa estudiante me escribía sobre "el escepticismo como una enfermedad del alma", quizá sin darse cuenta de que ésta es hoy en día la enfermedad que afecta más gravemente a nuestra juventud.
El reciente informe Jóvenes Españoles 2005, patrocinado por la Fundación Santa María, proporciona muchos datos en apoyo de este diagnóstico. Según los resultados de una encuesta a 4.000 jóvenes entre 15 y 24 años, los jóvenes se ven a sí mismos como consumistas, egoístas, preocupados sólo por el presente, con poco sentido del deber y del sacrificio. Para los autores del informe, uno de los datos más preocupantes de su estudio es precisamente el que "los jóvenes del año 2005 tienen una baja autoestima que además es notoriamente más acentuada que la de los jóvenes del año 1994". Lo que quieren es simplemente vivir al día, no tener problemas en casa y poder salir con los amigos en el fin de semana hasta el amanecer. No son revolucionarios, ni tienen interés en sus estudios o en el trabajo. Estos valores —explica el sociólogo Javier Elzo, uno de los autores— "denotan una situación de inestabilidad, inseguridad e incertidumbre personal, y apelan a la amistad, la gratuidad, la relación íntima y en profundidad con otra persona como grandes querencias de su vida, como sus primeros y principales objetivos vitales". Los jóvenes se refugian en lo privado, en la familia y en los amigos: están instalados en la adolescencia y se vuelcan en el ocio, que se ha convertido en un elemento central de sus vidas para el 92% de los encuestados, muy por delante, por supuesto, de los estudios o del trabajo.
"Conciben el trabajo como un medio instrumental para conseguir dinero —explicaba Pedro González Blasco, director del informe—, pero se realizan fuera de él". Pocos son los jóvenes que quieren realmente aprender, que quieren estudiar de verdad, menos todavía los que quieren cambiar el mundo. Cuántos estudiantes llegan a la Universidad por pura inercia, con el deseo de obtener un título sólo para dar gusto a sus padres. Muchos de nuestros jóvenes, aunque hayan cumplido ya los veinte años, se encuentran en una situación de adolescencia prolongada: no quieren luchar por hacer un mundo mejor, les basta con un mundo más fácil. "Los padres querían cambiar el mundo; los hijos, como han visto que no se puede cambiar y encima no encuentran trabajo, se conforman con bebérselo metido en un botellón", expresó un periodista. Realmente impresiona acercarse una noche de viernes o sábado a un macrobotellón o a un botellón ordinario. Cuando era joven emborracharse era algo que ocurría accidentalmente por la mezcla de bebidas o por lo que fuera, pero nunca era algo que se buscara deliberadamente. Ahora los chicos y chicas de catorce años en adelante salen para emborracharse con sus amigos y en una elevada proporción para consumir la droga que han "pillado" —como dicen en su jerga juvenil— en los días precedentes. Viven toda la semana preparando la salida del fin de semana: con quién van a salir, dónde van a ir y qué van a consumir.
¿Por qué esto es así? Las conductas humanas son complejas, sujetas a modas y fluctuaciones, y de ordinario no tienen explicaciones simples, pero me parece que la alumna que escribía en su ensayo que el escepticismo es una enfermedad del alma estaba dando precisamente en la diana. En la puerta de mi despacho tengo puesto un letrero con una frase del científico y filósofo norteamericano Charles S. Peirce que dice —en inglés— que "la vida de la ciencia está en el deseo de aprender". Esta cita es una invitación a los estudiantes para que entren en mi despacho a preguntar, pues la ciencia vive de las inquietudes y preguntas de quienes comienzan. Por el contrario, la denominada "cultura del botellón", esto es, la forma de vida de los jóvenes que se emborrachan cada fin de semana, está constituida por aquéllos que han renunciado en su vida práctica a hacerse más preguntas, por quienes han decidido que no compensa pensar y que basta con hacer como los demás para evitar el mortal aburrimiento en el que habitualmente viven. Se emborrachan para desconectar de sus estudios y de sus padres; para lograr una sensación de felicidad que les libere al menos por unas horas del aburrimiento vital. A muchos les basta con pasar mortecinamente los días de la semana y sentir que viven en el fin de semana gracias al alcohol y a otras sustancias estimulantes consumidas en compañía.
El aburrimiento escéptico es la actitud fundamental de muchos jóvenes. Como ha escrito el experto alemán Anselm Grün, "son incapaces de entregarse a algo, de entusiasmarse por algo. No pueden vivir el momento. Para sentir que viven tienen que experimentar siempre algo nuevo. Para los violentos, la fuerza bruta contra otros es el único modo de sentirse a sí mismos. El que es incapaz de vivir, vivirá a costa de otros, tendrá que golpear a otros para sentirse a sí mismo vivo". Este tipo de experiencia da quizá razón de esos penosos acontecimientos en los que jóvenes desalmados han quemado a una mendiga en un cajero automático o han apaleado a indigentes, grabando además las escenas en sus móviles para ufanarse luego de sus fechorías.
Nuestros jóvenes se emborrachan porque se aburren: ahí está el problema vital. Se aburren porque han clausurado su capacidad de aprender de sus maestros, de sus padres, de sus profesores. En sus Lecciones de los maestros, Steiner escribe que "enseñar con seriedad es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano. Es buscar acceso a la carne viva, a lo más íntimo de la integridad de un niño o de un adulto. Una enseñanza deficiente, una rutina pedagógica, un estilo de instrucción que, conscientemente o no, sea cínico en sus metas meramente utilitarias, son destructivas. Arrancan de raíz la esperanza. La mala enseñanza es, casi literalmente, asesina". Nuestros jóvenes se aburren porque sus profesores han matado sus ganas de aprender. Sólo si los profesores están persuadidos de que su tarea educativa es lo que la humanidad necesita, lograrán contagiarles la ilusión por aprender, el afán por hacer progresar la ciencia y por construir entre todos una sociedad más justa.
Los jóvenes están dispuestos a seguir a los maestros que son auténticos, que dicen lo que piensan, que viven lo que dicen, que les quieren y no tienen reparo en que se note. La enfermedad de la juventud es efectivamente su escepticismo y para curarla no hay mejor medicina que el amor inteligente de los maestros.