El valor de saber vivir
Gabriel Mario Castagneto
Seguramente sabrá y tendrá presente, lo vivido por una enorme cantidad de personas en los campos de concentración nazis. Los escuetos relatos de Victor Frankl nos dan escalofríos. Pero le sugiero que nos concentremos en un momento, en algo particularmente terrible, que impacta en aquéllos desdichados, más allá del tiempo en el campo, durante toda su vida restante. Cuando terminó la guerra, los campos de concentración fueron abandonados por los nazis, y los presos quedaron de un momento a otro libres de moverse, de irse, de recomenzar su vida. Después de los años pasados, comenzaron a volver a sus hogares, a buscar a sus parientes y amigos, a tratar de reencontrar tantas cosas y momentos perdidos. Céntrese por favor en ésa situación. Todos los recuerdos, conocimientos, personas queridas, actividades, ilusiones que pretendían revivir, habían quedado en la mente y en el corazón de cada uno de ellos, congelados al momento de su prisión. Pero… la mayoría no pudo reencontrarlos. Mientras sus momentos vitales habían quedado congelados, la vida pasaba y se transformaba. Mucha gente que los esperaba se moría antes de verlos; otros, dándolos por muertos, directamente los olvidaban, o bien las circunstancias cambiaban tanto, que esos momentos congelados, carecieron de sentido y se esfumaron como en un viaje en el tiempo.
¿Puede imaginarse semejante frustración? Pienso que debió ser unas de las peores cosas, porque todo aquello que les daba fuerza mientras estaban prisioneros, desaparecía cuando volvían a su vida normal. ¿Se puso a pensar seriamente alguna vez sobre los momentos cotidianos que vivimos nosotros mismos? Esos que vivimos a nuestro arbitrio, libres de manejarlos como queramos, de transmitir nuestras ilusiones, de intercambiar con nuestros seres queridos cada instante de nuestra vida que va pasando, y sin embargo ¡la cantidad de veces que los dilapidamos!, los dejamos ir sin valorarlos, los miramos cómo se escurren por nuestros dedos, y hasta nos alejamos de ellos protestando, con resentimiento incluso hacia los demás, buscando cómo saciar mejor y más rápido nuestro egoísmo. Analice todos esos momentos compuestos de circunstancias y de personas, que tienen fuerza realmente sólo cuando sabemos aprehenderlos. Como siempre, valoramos lo que no tenemos y cuando lo tenemos, ¡no nos damos cuenta!
Alguien dijo alguna vez que las estatuas y los monumentos son el reconocimiento y la valoración de los muertos, a los que no se supo reconocer y valorar en vida. Pero tarde. Tampoco sirve elegir el mejor ataúd, con la mejor madera y bien lustrada, con manijas talladas y valiosas. También es tarde. No se recuperan los momentos más preciados que se han vivido con ánimos nostalgiosos y amargados, que hunden en la depresión a unos mismo y a los demás, como tampoco se recuperan esos mismos momentos mojando con lágrimas fotografías de tiempo atrás.
Los que viven recordando, pierden miserablemente el tiempo para poder vivir en serio los momentos presentes, que patéticamente, nótelo bien, serán los que añoren el día de mañana. Y ¿sabe qué? Volverá a ser tarde. Esas personas son claramente “viejos”, probablemente irredimibles. Y atención porque no es un problema de edad, es un problema espiritual. Si supieran lo que pierden cuando se desprecia, directa o indirectamente, los momentos que se viven y además la compañía de los seres queridos o de cualquier otra persona, porque piensan que esas circunstancias son la causa de su fastidio, de su aburrimiento, de su falta de tranquilidad, y no se dan cuenta que son ellos mismos los inadaptados vitales.
Si supieran lo que pierden los que dejan ir como el humo a los momentos que pasan, sean como sean, aún cansadores o desgastantes, y que son la oportunidad de descubrir valores de los demás, lo que se tiene, de saber percibir el cariño que se recibe, aunque sea de cualquiera que lo saluda en forma amable, incluso de alguien que está pensando en él precisamente en la habitación contigua. Observe que muchos pueden sentirse acompañados estando solos, porque valoran lo que subyace en sus vidas. Y muchos pueden sentirse solos rodeados de gente, porque valoran más los deseos de su egoísmo. Es que ¿será necesario para valorar momentos, estar por lo menos unos días en un campo de concentración?
Es que ¿se puede uno quedar pasivo, y no alimentar aún más ésos momentos, brindándose plenamente a los otros y aún avivando la calidez de esos instantes? Y no digo de a ratos, sino cada segundo.
Por favor, tengamos muchísimo cuidado. Piense que los que han perdido la capacidad de vivir valorando todo y a todos, puede que ya tengan helado el corazón, o lo que es peor,…congelada el alma.