Para ser mejores



Mariano Martín Castagneto



Sobrevivir no puede constituirse en la máxima aspiración de un cristiano. Limitarse a comer, dormir y vivir sería sinónimo de una existencia apartada de la gran meta a la que todo cristiano quiere llegar: la santidad.

Pero ser santo no es tarea sencilla, sobre todo cuando el concepto de trascendencia está algo perdido entre las filosofías de la reencarnación, por un lado, y las doctrinas nihilistas, por el otro. Además, el relativismo tan en boga en nuestros días se encarga de teñir todo de un asombroso subjetivismo.

A diferencia de cualquier logro material – llámese un automóvil último modelo, un ascenso laboral, un reconocimiento profesional – que es una conquista transitoria, la santidad es un bien perdurable, mientras que los primeros son perecederos y se acaban, entre otras cosas, por la certeza de nuestra propia muerte. Lo material, lo terrenal, se extingue por diferentes motivos: se rompe, se pierde, se termina por su propia imperfección. El gran problema es, en definitiva, saber utilizar lo que tenemos entre manos para alcanzar el fin trascendente. Y esto implica no utilizar los medios como fines: un error en la subordinación entre ellos significaría equivocar el camino y además, con el peligro de colocar todas nuestras esperanzas y esfuerzos en lo finito y limitado, que nunca será capaz de colmar las expectativas y anhelos del alma humana, que no descansa hasta encontrar a Dios.

Pero ilustremos lo expuesto hasta aquí con un ejemplo: un hombre puede trabajar toda su vida por el bienestar de su familia, por lograr un reconocimiento profesional y por tener una buena vida. Magnífico. Pero la diferencia entre quien busca la santidad y quien no, estriba en la magnitud o espacio que esos logros ocupan en su vida y en su mente. Para quien ignora su propia necesidad de trascendencia, todo lo mencionado será meta y fin, a partir del cual no se podrá aspirar a nada más, ya que con el logro, muere también el esfuerzo por conquistas posteriores. Pero para quien quiere encontrar a Dios detrás de todas las actividades, esos mismos logros serán en este caso pasajeros, pero útiles en la medida en que engendran virtudes, hábitos y aspiraciones, que van mucho más allá de simples conquistas materiales.

Pero lo más apasionante de la búsqueda de la santidad personal, consiste en que Dios no pide resultados, sino más bien el esfuerzo por conseguirlos. ¿Cómo es esto? La santidad exige perfección y sólo se alcanza con un encuentro perfecto con la voluntad de Dios. Pero ocurre que el hombre es imperfecto en cuanto dañado por el pecado original, entonces… ¿cómo pedirle perfección a lo imperfecto? Bien. Aquí es donde entra en juego algo que Dios mismo regala a los que luchan por identificarse con El: su gracia, que es capaz de santificar toda obra del hombre hecha por amor. El hombre, por sí solo, nada puede, pero si con la gracia de Dios.

Por eso, santidad no es sinónimo de hacer todo de modo perfecto, sino que es hacer todo por amor a Dios. El se encargará luego, con su gracia, de guiarnos a nuestra meta, que es gozar de su infinito amor. Si hay que hacer todo de la mejor manera posible, desde ya, pero teniendo en cuenta nuestras naturales limitaciones.

Es curioso, pero muchas veces se aspira a la santidad sin contar con la ayuda de Dios. Se quiere ser santo por propia cuenta, olvidando que en realidad no sólo no lo podremos lograr, sino que además, en muchas ocasiones, la santidad reside no en su mismo logro, sino en la lucha por alcanzarla.

La búsqueda de la santidad en la vida ordinaria es un deber de todo cristiano; no así la desesperación por los resultados. La oración no es matemática ni proporcional: tal vez valdrá más una pequeña plegaria rezada con el corazón que cientos de rosarios rezados en “piloto automático”. Como decía San Agustín: “ama y haz lo que quieras”. Pero primero hay que aprender a amar.