La vida de Tolkien, ejemplo de constancia y cariño a los demás


Mariano Martín Castagneto



Releyendo una biografía de J.R.R.Tolkien, el autor de El Señor de los Anillos, me ha venido a la mente la idea de un escritor fuera de serie: entregado a su familia, siempre cariñoso con el único y gran amor de su vida, su esposa Edith, y alejado de la ceguera de la fama y el dinero. Un escritor que ha sido feliz por seguir su vocación, por ignorar las calumnias y difamaciones de quienes los criticaban por el estilo de sus narraciones, y por resistirse durante toda su extensa vida a ser el centro de atención en el lugar donde estuviera.

La vida de Tolkien fue hermosa pero no estuvo ausente de dificultades y sufrimientos. Cuando ni siquiera había llegado a cumplir diez años, su padre, un trabajador ejemplar, enfermó y murió en cuestión de días. Pocos años después, cuando John Ronald tenía doce años, su madre murió extenuada y dejó a sus dos hijos huérfanos. Fue entonces cuando quedaron bajo la tutela de una tía primero y luego bajo la supervisión de un sacerdote amigo de la familia, quien fue el verdadero mentor del espíritu cristiano en Tolkien y su hermano menor. Luego, agradecería toda su vida a este sacerdote las enseñanzas que había recibido con tanto cariño y esmero y por estar presente en los momentos más necesarios.

Pasó el tiempo. Estudió Filología Inglesa y vivió apasionado por esta disciplina el resto de sus años. Inventó idiomas propios y luego los fue incluyendo de a poco en todos sus relatos. Dictó clases en la Universidad de Oxford, prestigiosa casa de estudios donde no cualquiera podía tener el lujo de ser profesor.

A Edith, su primer y único amor, la conoció siendo adolescente. Se casaron y tuvieron cuatro hijos, tres varones y una mujer. De pequeños, los chicos pasaron horas enteras prestando oídos a su padre, quién, con todo el esmero y el amor, inventaba cada noche una aventura de fantasía hasta que ellos caían atrapados por el sueño. Tiempo después, muchos de esos cuentos fueron editados y recopilados por uno de sus hijos, Christopher. Otro, John, se ordenó sacerdote y ofició la misa de difuntos cuando sus padres murieron.

Tolkien cuidaba mucho a los suyos. Procuraba siempre estar temprano por las tardes de vuelta en su casa. Y aunque su fama fue creciendo y recibía innumerables pedidos de conferencias y entrevistas, en muchas ocasiones prefirió abrigarse en los brazos de su mujer y en las sonrisas de sus niños. Recibía miles de cartas de admiradores de todo el mundo y siempre se tomó la molestia de contestar una por una, porque consideraba que también se debía a toda la gente que leía y disfrutaba de sus trabajos.

La muerte de su íntimo amigo y también reconocido escritor, Clive Staples Lewis, autor de las Crónicas de Narnia, fue un golpe durísimo a su corazón y a su salud. Poco después, se marchó también para siempre su esposa Edith. Pero él se negó siempre a darse por vencido, porque las dificultades estaban para ser vencidas y no para contemplarlas y resignarse. Así fue toda su vida. Y así murió, con más de ochenta años, rodeado de afectos, reconocimientos, y sobre todo, con la sensación de haber cumplido con la misión que se había impuesto para su vida: realizarse con su vocación, sin descuidar nunca a todos aquellos que siempre le quisieron y apoyaron.