Artículo de Rafael Navarro-Valls,
catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y coautor del libro "Las objeciones de conciencia en el derecho comparado y en el Derecho español"
Diario "El Mundo", lunes 23 de mayo de 2005
No es buena noticia para un Estado de derecho la politización de las objeciones de conciencia. En la medida de lo posible, los derechos humanos deben quedar al margen del aguijón de las minorías y de la dictadura de las mayorías.
De otro modo corremos el riesgo de ahogarlos en la dialéctica del exabrupto trivial. Por eso mismo, me parece urgente rescatar por un momento el debate social de la nebulosa zona de lo puramente emocional.
Uno de los fenómenos más llamativos que conoce el Derecho moderno es el de la objeción de conciencia. Hace sólo unas décadas era minoritario y se reconducía a pocos supuestos. Hoy está cada vez más extendido en sus presupuestos y en sus aplicaciones. Puede decirse que, en materia de objeción de conciencia, se ha producido un big-bang jurídico.
Desde un pequeño núcleo -la objeción de conciencia al servicio militar- se ha propagado una explosión en cadena que ha multiplicado las modalidades de objeciones de conciencia. Así, han aparecido en rápida sucesión la objeción de conciencia fiscal, la objeción de conciencia al aborto, al jurado, a los juramentos promisorios, a ciertos tratamientos médicos, la resistencia a prescindir de ciertas vestimentas en la escuela o la Universidad, a trabajar en determinados días festivos y un largo etcétera.
La razón estriba en el choque -a veces dramático- entre la norma legal que impone un hacer y la norma ética o moral que se opone a esa actuación. Si a eso se une una cierta incontinencia legal del poder, que tiende a invadir campos fronterizos con la conciencia, se entiende la eclosión de las objeciones . Recuérdese que, en España, la causa más de fondo que llevó a la instauración de un sistema de ejército profesional fue la cascada de objeciones de conciencia, que acabó dinamitando (con el aplauso de los partidos políticos) el sistema de servicio militar obligatorio.
No hay que olvidar que cuando la persona humana, por razones éticas se decanta por el no a la ley, lo hace por un mecanismo axiológico (un deber para su conciencia) diverso del planteamiento puramente psicológico del delincuente común que viola la norma por intereses inconfesables.
Esto explica que el comportamiento del objetor suela traducirse en una suerte de perplejidad en los mecanismos represivos de la sociedad, es decir, lo que viene llamándose « la mala conciencia del poder». Lo cual contrasta con el frontal rechazo de los comportamientos delictivos o estrictamente antijurídicos. La objeción de conciencia no es, pues una anomalía en el marco de las democracias. Al contrario, su contextura, como dice nuestro Tribunal Constitucional, es la de un «derecho constitucional autónomo», con todas las características de un derecho fundamental, como insiste la doctrina jurídica.
La posible aprobación de una ley reguladora del matrimonio entre personas del mismo sexo ha planteado una nueva modalidad de objeción de conciencia: la hipotética negativa a su celebración por parte la de los jueces encargados del Registro Civil y de los alcaldes y concejales llamados a autorizar esos matrimonios.
De hecho, el Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal acaba de reivindicar el derecho a la objeción de conciencia, haciendo un llamamiento al ordenamiento democrático para que respete «este derecho fundamental» y «garantice su ejercicio».
El propio presidente de la Conferencia Episcopal Española ha insistido más recientemente sobre este punto. En la misma línea se había movido anteriormente la Congregación para la Doctrina de la Fe.
La cobertura moral del católico que ejerciera aquí la objeción de conciencia radicaría, pues, en la conceptuación por parte de su Iglesia de los matrimonios entre personas del mismo sexo como «una flagrante negación de datos antropológicos fundamentales y una auténtica subversión de los principios morales más básicos del orden moral». Esto es importante, pues no debe olvidarse que, según la jurisprudencia de los órganos de Estrasburgo, para que una objeción de conciencia pueda considerarse digna de ser tomada en consideración, es necesario que las convicciones que la apoyen provengan de «un sistema de pensamiento coherente y suficientemente orgánico y sincero».
La cobertura legal con la que cuentan estos posibles objetores es la misma que aquella otra que, con mayor o menor intensidad, protege a las restantes modalidades de objeción de conciencia. Por un lado, el Tribunal Constitucional español, refiriéndose a la objeción de conciencia al aborto, ha observado que «la objeción de conciencia existe y puede ser ejercida con independencia de que se haya dictado o no tal regulación. La objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocida en el art. 16.1 de la Constitución».
De modo que viene a dar la razón a aquellos que sostienen que la objeción de conciencia, para ser reconocida, no siempre exige que expresamente se regule en una ley. Repárese que en la ley de aborto vigente no está reconocida expresamente la objeción y, sin embargo, toda la doctrina, siguiendo al Tribunal Constitucional, entiende que está tutelada vía artículo 16 de la Constitución.
Por otro, la Constitución Europea (aprobada por España en referéndum) expresamente reconoce la objeción de conciencia a nivel de derecho fundamental en el artículo II-70. También implícitamente el Convenio Europeo de Derechos Humanos y un largo etcétera de leyes y pronunciamientos jurisprudenciales. El más reciente, la sentencia del Tribunal Supremo de Canadá, que al analizar la posibilidad por parte de los órganos legislativos de una unión legal entre personas del mismo sexo, explícitamente señala que, en su hipotética aplicación, habría de respetarse la libertad religiosa de los llamados a aplicarla.
Dicho esto, conviene proceder por etapas en la respuesta a la pretensión de los protagonistas de esta nueva objeción, comenzando con los jueces encargados del Registro Civil, que son los que mayoritariamente intervienen en la celebración de matrimonios civiles. Antes de hablar de objeción de conciencia en estos supuestos , habría que estudiar la posibilidad de aplicar en este caso la llamada «objeción de legalidad».
El art. 35 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional establece que cuando un juez considere que una norma con rango de ley aplicable al caso pueda ser contraria a la Constitución, planteará la cuestión al Tribunal Constitucional. Desde luego, si en un procedimiento estrictamente judicial (civil o penal) un juez que, por alguna causa -por ejemplo, proceso penal del que deba conocer por presunta prevaricación de un compañero por negarse a aplicar la ley mencionada- decide plantear la cuestión de constitucionalidad, entraría en el radio de acción del art. 35 y podría detener la aplicación de la ley en ese caso concreto hasta la resolución del problema por el TC.
¿Puede plantear la cuestión de constitucionalidad durante el expediente prematrimonial y antes de autorizar el matrimonio? La cuestión es debatida, por la específica característica del auto que cierra dicho expediente, aunque probablemente el Tribunal Constitucional admitiría esta objeción de legalidad si aplica su concepción de la cuestión de constitucionalidad como «expediente depurador del sistema».
En todo caso, no sería una posición temeraria si tenemos en cuenta que organismos solventes (Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España, Consejo del Poder Judicial y Consejo de Estado) han planteado, directa o indirectamente, dudas acerca de la constitucionalidad de la reforma legal en marcha. En concreto, la Real Academia de Jurisprudencia ha recalcado que la Constitución española establece una «garantía institucional» a favor del matrimonio heterosexual. La existencia de una garantía institucional determina la inconstitucionalidad de las eventuales normas que tuvieran por objeto suprimir la susodicha institución o la de aquellas que la vacíen de su contenido propio.
Además de la objeción de legalidad, el problema que se plantea para estos funcionarios es la posibilidad de acceso a la estricta objeción de conciencia. Es decir, la posición de quien comunica a su superior administrativo los escrúpulos de conciencia respecto a la celebración del matrimonio entre personas del mismo sexo y la consiguiente negativa, por razones de éticas, de intervenir en la celebración de esas uniones. La respuesta aquí requiere algunas matizaciones que ayuden a esclarecer la cuestión. El derecho comparado conoce supuestos de objeción de conciencia de funcionarios, que han sido aceptados por el legislador o la jurisprudencia.
En el concreto caso de uniones de homosexuales, Dinamarca ha introducido en su ley de parejas de hecho (prácticamente idéntica a las leyes que introducen el matrimonio entre homosexuales) cláusulas para defender la conciencia de concretas personas que pueden intervenir en esas uniones. Así, excluye a las uniones de homosexuales de la libertad de elección, vigente en Dinamarca para el matrimonio heterosexual, entre una celebración religiosa o civil. Precisamente para que los pastores de la iglesia luterana oficial (que tienen condición equiparable a los funcionarios) no se vean compelidos a intervenir en la celebración de esos matrimonios. Y en el proceso de divorcio entre parejas homosexuales, al que se aplica el mismo procedimiento que para el matrimonio heterosexual, no se puede solicitar -como expresamente se prevé en la disolución de matrimonio heterosexual por divorcio- la mediación de un clérigo luterano para intentar la reconciliación entre los partners. Son medidas que el propio legislador prevé, adelantándose a actitudes que, la oposición a la ley en el trámite de su elaboración, ha manifestado como muy posibles.
En el derecho español es interesante la sentencia del Tribunal Constitucional que conoce un caso inverso de objeción de conciencia al que nos ocupa. Se trata de la negativa de un subinspector del Cuerpo Nacional de Policía a tomar parte en una procesión religiosa contra su voluntad. Su negativa fue rechazada por el superior (comisario jefe de la Brigada de Seguridad Ciudadana de Sevilla) entendiendo que la asistencia ha de considerarse como un servicio profesional y no como estricta asistencia a un acto de culto religioso. Añadiendo que «los sentimientos religiosos no pueden aducirse en el ámbito laboral a la hora de prestar un servicio». Sin embargo, el Tribunal Constitucional, posteriormente, da la razón al recurrente en amparo, basándose en el principio de que la libertad religiosa «incluye también una dimensión externa de agere licere que faculta a los ciudadanos para actuar con arreglo a sus propias convicciones y mantenerlas frente a terceros».Se otorga el amparo al recurrente, a pesar de que los superiores -apoyados por la Abogacía del Estado- entienden «que nos hallábamos ante un servicio propiamente policial, sin connotación religiosa alguna» .
El criterio del TC es que, aunque se considere que la participación del actor en la parada militar obedecía a razones de representación institucional, «debió de respetarse el principio de voluntariedad en la asistencia, y, por tanto, atenderse a la solicitud del actor de ser relevado del servicio, en tanto que expresión legítima de su derecho de libertad religiosa». Se trata de funcionarios que, en el ejercicio de su cargo, se encuentran ante servicios contrarios a su conciencia y que rechazan su realización aduciendo un derecho constitucional. Si no ponen en peligro el sistema jurídico, habría que amparar su conducta. Por lo menos, eso parece entender el propio Tribunal Constitucional.
Respecto a los alcaldes o concejales la situación no es estrictamente la misma: no son funcionarios, sino cargos políticos a los que, bien cuando no hay en el municipio juez encargado del Registro Civil o bien cuando los mismos contrayentes lo eligen por encima del juez, es cuando se pone en acto su competencia. Si la competencia que les otorga el artículo 51 del Código Civil implica también una obligación legal de celebrar el matrimonio (cuestión que alguna doctrina ha puesto en duda, desde mi punto de vista tendrían derecho, también por razones de conciencia, a rechazar la celebración de la unión homosexual solicitada. No se olvide que esa actuación no supondría una indefensión para los que reclaman el matrimonio, ya que siempre cabe la posibilidad de que celebre la unión objetada un concejal en quien delegue el alcalde, cuya conciencia no se vea alterada ante esa celebración.
Por otra parte, no se ve bien qué razón puede mover al que se empecina en celebrar su matrimonio homosexual ante un alcalde que, públicamente, ha manifestado sus escrúpulos de conciencia sobre este extremo. Sobre todo, pudiéndolo celebrar ante otra persona que no manifieste estos problemas de conciencia. En todo caso convendría, para evitar incertidumbres, que expresamente en la ley se introdujera una cláusula de protección de la objeción de conciencia en los supuestos de jueces y alcaldes. Sería por parte del Gobierno un acto de protección de intereses legítimos. Como igualmente sería una medida inteligente cambiar la denominación de la figura, no aplicándole el término «matrimonio», de muy dudosa constitucionalidad.
El hecho de que en la fase en que se encuentra la ley, dos grupos han presentado enmiendas en este sentido esa todo un indicio de la oposición mantenida de un sector muy amplio de la sociedad española. Movilizaciones ciudadanas, oposición masiva de las confesiones religiosas presentes en la sociedad española, disenso manifestado de la casi totalidad de la clase jurídica española y dificultades importantes para su reconocimiento en el ámbito del derecho internacional son razones de entidad que deberían hacer al Gobierno replantearse su posición.