El nuevo Papa
Cónclave 2005
Servicio de información y formación
no. 10
Benedicto XVI, nuestro nuevo Papa
Autor: P. Fernando Pascual
Fuente: Cónclave 2005
¿Esperado? Para algunos sí, para otros, seguramente no. La fantasía del Espíritu Santo consiste en sorprendernos de mil modos. A veces del modo tan sencillo del no dar (aparentemente) ninguna sorpresa, de escoger al Cardenal que muchos ya daban como Papa.
Los analistas están en pleno trabajo. Algunos lo tendrán todo demasiado fácil: cogerán el “dossier Ratzinger” para repetir las críticas de siempre (tan conocidas que no hace falta repetirlas). Para otros, más de los que pensamos, es el momento de un análisis espiritual, profundo: ¿qué quiere Dios? ¿Qué nos está pidiendo con la elección del Cardenal Ratzinger como Obispo de Roma?
La pregunta va en una doble dirección. Primero, hacia el nuevo Papa. Benedicto XVI ha escuchado una llamada. Tal vez pensaba en retirarse de la Curia, en volver a Alemania o en dedicarse a un trabajo más tranquilo en Italia. Tal vez soñaba con dar conferencias, con escribir libros, con tener más tiempo para rezar (la actividad más hermosa para cualquier sacerdote, más para un teólogo como Ratzinger).
La mirada de los cardenales se fijó en él. Dios, a través de hombres, le pidió a Joseph Ratzinger algo nuevo, algo difícil: una aventura. También al pescador de Galilea, Jesús le dijo: “cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras” (Jn 21,18).
¿Qué quiere Dios de Benedicto XVI? Un gesto de confianza y de amor. Un compromiso para servir a la Iglesia. Un esfuerzo final (en la última etapa de su vida) en el cuidado de las ovejas. Una palabra (también se habla en el dolor, como vimos en Juan Pablo II) para que la verdad brille en el mundo, para que muchos hombres y mujeres miren a Cristo y descubran, a través del Hijo, el Amor misericordioso del Padre.
Luego la pregunta se dirige a los católicos. ¿Qué quiere Dios de nosotros cuando nos envía un nuevo Papa? Quiere que renovemos nuestra confianza, que no tengamos miedo, que avivemos la certeza de que nunca nos faltará su ayuda. Quiere que nos unamos en la fe, en la esperanza, en la caridad, a nuestros pastores, a todos los obispos del mundo, especialmente gracias al carisma de servicio que nace desde el ministerio del Papa. Quiere que recemos por Benedicto XVI (“sobre todo, confío en vuestras oraciones”, dijo en sus primeras palabras como Papa). Quiere que vivamos a fondo el mandamiento del Amor, y que conservemos con cariño el tesoro de nuestra fe.
Quiere, en definitiva, que nos alegremos. Sí: en medio de las luchas del mundo, tenemos un faro, una luz, en Roma. Un nuevo Papa empieza su ministerio. Un hombre que se ha definido a sí mismo, en sus primeras y emocionadas palabras de saludo, como “un sencillo, humilde, trabajador en la viña del Señor”. Un hombre que nos ofrece lo más grande que puede dar, la bendición (se llama Benedicto) de Dios. ¡Gracias por su generosidad, Santo Padre!
¿Son todos los que están? – 1ª parte
El peligro de las divisiones en la Iglesia
Autor: P. Clemente González
Fuente: es.catholic.net
Entre los más de mil millones de católicos se dan muchas actitudes, muchos modos de vivir y de pensar. Sin ser exhaustivos, los podemos clasificar en tres grandes grupos.
El primero corresponde a aquellas personas que están llegando a la conclusión de que la Iglesia católica no contiene la verdad que ellos buscan. Algunos piensan así después de experiencias negativas, o por lecturas que han realizado, o como resultado de un camino intelectual más o menos complejo. Por lo mismo, es muy probable que un día decidan dejar la Iglesia, abandonarla para unirse a otros grupos cristianos o para seguir otros caminos espirituales, a no ser que solucionen sus dudas y problemas con la ayuda de la gracia y de los demás católicos que viven a su lado. Su decisión nos duele, pero quienes obran con buena intención merecen nuestro respeto y la mano tendida: quizá algún día regresarán a casa, podremos abrazarlos como a hermanos en la fe católica.
El segundo grupo es el de esa inmensa mayoría de hombres y mujeres, ancianos y niños, jóvenes y adultos, sanos y enfermos, ricos y pobres, laicos, religiosos o sacerdotes, que formamos el Pueblo de Dios. En este segundo grupo podemos encontrar una cantidad enorme de actitudes y comportamientos. Desde santos como Madre Teresa de Calcuta, Francisco de Asís y Maximiliano Kolbe, hasta pecadores como muchos de nosotros (para no señalar a otros).
Unos y otros miramos a Cristo, queremos serle fiel, obedecemos a los Obispos y al Papa, recurrimos a los sacramentos, nos emocionamos al ver ejemplos de caridad y nos esforzamos por seguir esos ejemplos, y buscamos maneras de vivir el Evangelio tal y como nos lo presenta y explica el Magisterio. Muchas veces tenemos que pedir perdón, con humildad, por tantos pecados, pero encontramos siempre ese consuelo que Dios da a los hijos pródigos que no dejan de ser hijos aunque a veces se alejen de la casa del Padre. Basta un poco de arrepentimiento para volver a sentir los brazos abiertos y la comprensión y el respeto de quien acepta la misma fe y quiere ser fiel a la misma caridad cristiana.
Existe un tercer grupo. Se trata de algunos bautizados que poco a poco se han separado de la fe, de la doctrina, de la disciplina de la Iglesia. De hombres y mujeres que han abandonado elementos centrales de nuestro credo, o aspectos importantes de la Liturgia, o ese sentido de cariño hacia el Papa y los Obispos que debe caracterizar a todo bautizado, o puntos centrales de la moral cristiana. Pero, a pesar de haber llegado a este triste resultado, no abandonan la Iglesia como lo hacen los del primer grupo, sino que, desde dentro, quieren cambiarla, acomodarla al espíritu del mundo. Lo único que logran es apartar a los cristianos y a las comunidades de la recta doctrina y de la comunión con los pastores. Algunos, con mayor o menor buena voluntad, se mantienen en sus errores sin abrirse con sencillez a la verdad católica para solucionar sus dudas y reencontrar el sentido de su fe. No nos fijamos en estos, sino en quienes dicen “estar” y “ser” católicos cuando tienen clara conciencia de ir contra elementos fundamentales del credo católico y de la caridad eclesial. “Están”, sí, dentro de la comunidad, pero no “son” realmente católicos.
Es triste perder la fe, como ocurre en el primer grupo. Es hermoso conservarla y poder ser parte del segundo grupo, a pesar de malos momentos y de caídas más o menos graves. Pero es profundamente doloroso llamarse católico y luego confundir, engañar, herir a otros hermanos con la mentira, la crítica irresponsable, la calumnia sistemática, el recurso a libros y autores no cristianos, la promoción de ideas teológicas equivocadas.
Lo más honesto sería resolver las propias dudas de fe en el respeto de la Revelación contenida en la Escritura y en la Tradición, de las enseñanzas del Papa y de los Obispos, de la doctrina del Concilio Vaticano II. Pero haber perdido la fe en puntos esenciales y seguir con la máscara de ser católico para dañar y dividir, para atacar al Papa (ya han empezado las primeras críticas lanzadas por algunos "católicos" contra Benedicto XVI) es promover en la Iglesia un verdadero cisma.
La herencia de Juan Pablo II: ¡No tengáis miedo!
Autor: Carlos Pi Pérez
Fuente: Cónclave 2005
En estos días, se escuchó a menudo este comentario: «Después de Juan Pablo II, ¿quién? ¿Quién estará a la altura? ¿Quién podrá afrontar los problemas de la Iglesia y del mundo con la categoría con que lo hizo el Santo Padre?». Quizás, una de las mayores preocupaciones para el nuevo Pontífice, sea precisamente la gran herencia que le ha dejado Juan Pablo II: no va a ser fácil suceder a una figura tan excepcional como la del Papa recién fallecido.
Y sin embargo, es el mismo Juan Pablo II quien nos da la respuesta: «¡No tengáis miedo! Abrid de par en par las puertas a Cristo».
Si nos fijamos en lo que han sido los dos mil años de historia de la Iglesia, podemos constatar dos realidades: por una parte, que en ella no han faltado los hombres débiles y pecadores; por otra parte, que, a pesar de todo, se ha mantenido invariablemente fiel a sus fundamentos. Y esto, ¿por qué? Porque la Iglesia no sólo está en manos de los hombres, sino sobre todo de Dios: es Cristo mismo quien la dirige.
Por ello, no hemos de tener miedo a los tiempos que vienen. Benedicto XVI -y todos sus futuros sucesores-, estará siempre sostenido por la mano firme y segura de Cristo, Señor de la vida y de la historia. Y así, la voz de Juan Pablo II resuena nuevamente con fuerza: «¡No tengáis miedo!». Esta es la verdadera herencia que nos ha dejado Wojtyla.