Una cuestión de doble filo
Mariano Martín Castagneto
Se ha dicho muy a menudo que la televisión ha funcionado siempre como una caja de resonancia de las costumbres sociales y los comportamientos de la gente. Allí, todo se magnifica, todo es reproducido cientos de veces y quien queda afuera de su diálogo parece estar condenado al ostracismo.
Al menos, la televisión de hoy plantea unos cuantos interrogantes. Difícilmente se puede afirmar que es un oasis de pureza y buenas intenciones. Por el contrario, suele haber espectáculos lamentables, soeces, vulgares. Aquí, en Argentina, un ejemplo de ello es el programa de Marcelo Tinelli, “Showmatch”. Lo increíble es que llega a tener picos de cuarenta puntos de rating y el segundo de publicidad se cobra una millonada. Un programa fiel reflejo de lo que mucha gente tiene en la cabeza: nada.
La televisión es una cosa seria. Es un arma de doble filo. Por un lado, es capaz de brindar cierto entretenimiento, pero basta cambiar un par de canales para darse cuenta que lo que abunda no son los shows de payasos y mimos sino la animalidad reprimida de muchos, junto con la complicidad del espectador autómata.
La televisión, muchas veces y sin caer en puritanismo, es una verdadera ocasión de pecado. Curiosamente, aparece todo menos Dios: una perfecta maniobra diabólica. Pero cuidado, porque ni siquiera es necesario estar hablando del Creador para que la televisión alcance niveles aceptables. Simplemente, buenas costumbres y una buena dosis de sentido común bastarían para que la palabra dignidad reaparezca por esas tierras acosadas de sensualidad y perversión.
Nos acostumbramos a ver niñas inocentes en paños menores; gente que, después de ventilar su intimidad, se dedica a robarles la suya a los ajenos. Nos acostumbramos a lo bajo, a lo sucio, a lo vulgar. Es un deber grave, tanto del cristiano como el que no lo es, sólo por su simple condición de hombre digno, velar por los contenidos de este artificio. Y si no se puede ver nada, pues no se ve nada. Sencillo. Se apaga el televisor y a otra cosa más interesante, más productiva. Pero no se puede ser uno más de los que pactan.
La cultura, según parece, no vende. No faltarán aquellos hombres ilustres que critiquen a quienes se oponen a los contenidos actuales de la televisión. Son los sabelotodos, los que el pueblo escucha. Y no será casualidad que luego, tantos problemas de alcoba, tantos problemas de convivencia, tengan su origen en el comportamiento pasivo del televidente espectador.
A muchos les conviene que la gente no piense demasiado, pues luego son más fáciles de manipular. El pensamiento crítico ha sido desterrado y ha encontrado un improvisado hogar sólo en algunas bibliotecas o selectos grupos de estudio. La irreverencia ha conquistado voluntades y ha reclutado miles de adeptos que se niegan a ir en contra de la corriente.
Para cualquiera que se considere con cierta dignidad, la televisión actual, salvo contadas excepciones, no es el lugar adecuado para encontrar medios para el desarrollo personal. Y para el cristiano es obligación grave huir de la tentación. Y, en más de una ocasión, esa fuga será equivalente a apagar el televisor.